martes, 20 de octubre de 2009

PIELES



Al llegar del trabajo solía sacarse el traje y ponerse el atuendo de señora de la casa.
Al salir de compras se cambiaba al de mujer de barrio.
Si visitaba a su mamá de vuelta de las compras, cambiaba por la vestimenta de hija en la puerta.
Con Ana usaba las ropas de amiga, con José las de hermana, con el Jefe la de empleada responsable y con sus compañeros usaba la de trabajadora agobiada y disconforme, con Dieguito usaba la de mamá, con Roberto tenía varios disfraces: Ama de casa, esposa fiel, madre, puta, compañera y a veces hasta incluso amiga.
Ella tenía tal gimnasia en el arte de cambiarse que ni siquiera notaba que lo hacía, cuando y cómo. El resto de la gente tampoco se percataba de nada.
Hasta el fatídico día en que ocurrió “eso”.
Fue cuando buscó con desesperación el mejor atavío, sin poder encontrarlo.
Es que no había.
Lo llamativo no es que se le erizara la piel por no tener qué ponerse, sino, la locura casi insana que la invadió al constatar que entre tanta ropa revuelta, no había un “alguien” tangible que la vistiera.

2 comentarios:

Escribir, coleccionar, vivir dijo...

Y si uno se viste solo de dos formas -trabajadora de la educación y deportista frustrada (jogging eterno)-, ¿se pierde como la protagonista? Me parece que no, ¡estoy a salvo de ser un puñado de pieles de algodón!

YOR dijo...

Paula: "Zafaste como las mejores!" jajajajaj