
La piedra da forma a la arcilla, el agua le confiere suavidad.
La blanda masa se resiste a la aspereza de lo ya formado y aunque quiere oponerse resulta inútil, pues lo ya establecido tiene aristas filosas y se pronuncia ignorando otras voluntades.
Luego el agua calma, tranquiliza.
Esclava de la intemperie, pasiva receptora de aquello que viene a estructurar.
Tal vez el sol asiente los surcos, las formas y un día reproduzca lo escabroso perdiendo para siempre esa voluptuosa indefinición.
Tal vez no.
Lejos del tiempo el odio fue lavado por el agua descubriendo la comprensión de que la piedra, piedra es, y que las formas conferidas ayer servían hoy para asentarse mejor en el suelo y alcanzar de este modo al cielo.
Alma de arcilla, amorfo interior buscando por experiencias que le formen, que le permitan expresar, que digan que alguna vez hubo para saber que ahora hay.
Exterior de piedra, piel rugosa, tosca y agresiva al tacto, lugar donde apoyarse, firme bastión para desafiar a los elementos, argumentos claros, compromisos por defender, conciencia de ser clara y definitivamente, para siempre.
Agradeció al agua y a la piedra, olvidó el dolor de haber sido formada pues lejos de la reseca cáscara pudo guardar siempre algún aspecto indefinido en la privada sombra, lejos de la luz de la mirada del sol que todo lo petrifica, y de este modo, por fin pudo ser libre.