
A veces las cosas ocurren simplemente porque sí, sin necesidad de que algún Dios, destino o mística escritura esté detrás de las ellas. Así aconteció que esa tarde me llevé una gran decepción, nuevamente los sentimiento de enojo y tristeza se presentaban gracias que mi “amiga” me había dañado de nuevo con una de sus actitudes; para colmo la ofensa esta vez consistió en dejarme plantado en un café y me quedé imposibilitado de plantearle cuestión alguna.
Basándome en experiencias anteriores decidí que esta vez no lo dejaría pasar, entonces contraté al primer contador para que llevar registro de la ofensa, ya que, como la vida es tan compleja, me dije, pudiera yo olvidarme de clamar por justicia luego de haber sido tratado de ese modo desconsiderado.
El trato pareció justo, el señor se instaló en el patio de casa y a cambio de comida, él me recordaba todos los días que debiera estar esperando por el pedido de perdón de ella poniéndome detrás del podio esperando que la acusada compareciera de una buena vez.
El tiempo pasó y con él otras decepciones se fueron acumulando, con mi querida amiga y con otra gente dañina, para lo cual debí contratar un contado cada vez. Tres, cuatro, cinco, hasta que perdí la cuenta.
Recuerdo que al principio me relajaba ver por la ventana el verde del pasto, las flores, el duraznero, ahora sólo veía trajes y ojos esperando mi aparición tras los cristales; y cuando lo finalmente hacía, escuchaba en los primeros tiempos algún susurro clamando por justicia y ahora era un coro ensordecedor.
Poco tiempo pasó hasta que el patio no era suficiente espacio para ellos y se metieron en la casa, en la mesa, en la cama. Como es lógico esperar, aconteció que en la mitad de una charla alguno de ellos aparecía para recordarme viejas ofensas, o cuando nadaba, cuando miraba las nubes, en la mitad de un polvo, cuando me bañaba, al levantarme, al dormir, o incluso al soñar…
El trato dejó de parecer justo.
Con tantas bocas por alimentar empecé a enflaquecer y debilitarme, retirándome de a poco de la vida pública, ya que la gente pudiera nuevamente decepcionarme, pensaba, o ellos me decían, o creo que a esa altura no podía notar la diferencia, de todos modos no tenía energía ni para barrer la vereda.
Medio adormilado y con el barullo de una moto zumbándome en la oreja las veinticuatro horas al día me di cuenta de algo curioso; estos muchachos clamaban por justicia sobre gente que estaba tanto como sobre la que no estaba más, es decir, que se habían muerto. Entonces les llamé y les expliqué y de nada sirvió, ya que seguían con la misma cantinela, una y otra vez, todos juntos o de a uno a la vez. “Están muertos” les decía, y nada… no comprendían. Hasta que, cuando estaba a punto de desistir, por cansancio o porque alguna neurona sana me quedaba noté por primera vez las ojeras, de la palidez… con un escalofrío, los puntiagudos colmillos… claro, me dije, como voy a pretender que un vampiro vaya a distinguir entre algo vivo o algo muerto, si ellos no son ni una cosa ni otra…
En un parpadeo me había percatado de que tenía mi propio y adorable jardín de parásitos.
Al día siguiente les envié los telegramas de despido, algunos discutieron diciendo que me arrepentiría, que debiera hacerse justicia, que yo solo me olvidaría de las ofensas y el mundo sería un lugar cruel en que todos seguiría tatandome mal… hice caso omiso, los despedí de todos modos.
A los días, maravillosamente, el pasto volvió a crecer en el patio…